La institución legendaria que acepta cualquier forma de gobierno, desde los regímenes despóticos o autoritarios hasta las democracias liberales. El Estado es la máxima aspiración de toda nación. En España lo sabemos muy bien con los movimientos secesionistas catalán o vasco.

El Estado es la encarnación suprema del poder. Los dirigentes de corporaciones privadas no alcanzan el frenesí de un mandatario de Estado; la globalización, la revolución capitalista en marcha, no ha conseguido que los mercados disuelvan la naturaleza del poder, en manos de los Estados.

El Estado influye en la moral pública y en la ética privada con igual fuerza que lo hacen los mercados. Las leyes son el recurso principal para cambiar la mentalidad de las gentes. El comercio persigue adueñarse del tiempo de los clientes, envueltos en los disfrutes de los productos que adquieren.

El poder es ciego; no conoce principio moral y no tiene forma. La máscara que cubre tal deformidad es el nihilismo. Los sistemas totalitarios como las democracias liberales, con el auxilio del capitalismo, han extendido los alcances del nihilismo.

Pero hay una sustancial diferencia. Los sistemas autoritarios o totalitarios precisan el apoyo del pueblo, en una amplia proporción; la democracia liberal, desde el primer experimento norteamericano, anteponen otra premisa: el poder debe dividir al pueblo, que se manipula sin que las élites paguen un precio. Los partidos políticos son el instrumento para conseguir perpetuar la división entre los ciudadanos.

La democracia liberal es la construcción formal más lograda para alcanzar la dictadura perfecta; un sistema en el que no hay salida, como dicta la propaganda de los medios de comunicación o la filosofía política de los intelectuales integrados.

Hasta cierto punto es indiferente la separación de poderes o la unidad de poder. Las verdaderas fuerzas del Estado son la guerra, el comercio y la religión. El desequilibrio de los Estados europeos es que sólo reposan sobre la pujanza del comercio; Estados Unidos es el mayor impulsor del comercio internacional, que sostiene con su ejército imperial; como potencia naval, protege las rutas comerciales y la extensión de los credos reformistas por América y Asia.

Europa occidental lleva camino de enajenar la religión; la cultura actual es el sustituto idóneo para las élites europeas. Estados Unidos decretó, en su fundación, la estricta separación del poder político de las Iglesias. Sin la hipoteca del pasado, Estados Unidos, aún siendo el centro cultural del liberalismo, no ha enajenado la fe religiosa.

El fascismo o el comunismo han buscado afianzar el Estado frente al avance del capitalismo. Parece que la globalización podría ofrecer una segunda oportunidad a las izquierdas, si atendemos a las consecuencias de las crisis capitalistas. Aunque los partidos socialdemócratas suponen un freno para los movimientos antiliberales.

La campaña electoral por la presidencia de Estados Unidos ha deparado la sorpresa mas ácida para el candidato Trump. Donald Trump ha demostrado ser un outsider, que ha pecado de ingenuidad, tanto él como su equipo. El Partido Republicano, tal vez cansado de políticos profesionales, aceptó la pujanza del candidato neoyorkino. Pero la complejidad del Estado es tal, que exige una preparación larga y metódica. Trump no ha sido ni senador o gobernador. Las redes de intereses y valores son intrincados, sobre los esquemas formales del establishmen.

El dinero debe someterse a reglas, si se aspira al máximo puesto en el Estado. No se cierra un pacto, sino cientos; la memoria y la desmemoria cobran nueva realidad. Y no hay segundas oportunidades.

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