La Monarquía parlamentaria  de Juan Carlos I es lo más parecido a la dictadura perfecta, gran logro del liberalismo político español, o lo que queda de ello. La crisis económica española supone un enorme sacrificio, no explicado, para adaptar el país a las exigencias de la globalización. Este y no otro es el verdadero meollo de la cuestión. De ciudadanos, hemos pasado a súbditos. Los regímenes patrios no tienen capacidad de reforma; lo demuestra los siglos XIX, XX y el actual; pero la novedad, antes aplazada por una dictadura personal, es que nuestro sistema, per se,  corrompe el modelo democrático: una constitución menoscabada, desde el propio estado.

Desafección popular hacia los grandes partidos, así lo atestiguan los sondeos; corrupción institucional que aún agrava más la percepción de los súbditos españoles. ¿Cómo se explica la resistencia de los partidos políticos ante unas circunstancias tan difíciles? La obediencia masónica de las cúpulas de PP y PSOE sería una de las razones por las que el sistema político no ha caído. No el patriotismo o algo de significado común. Lo prueba el largo contencioso con las regiones secesionistas. Ahora, la pertenencia a la masonería rinde provecho al estado español.

Además, el miedo, uno de los recursos más antiguos, está presente en la sociedad española. Las grandes incertidumbres de la economía y, por lo tanto, la carrera profesional de tantos españoles, en juego. Según las predicciones del catedrático de Estructura Económica, Santiago Niño Becerra, «vamos hacia una sociedad en la que un 30% trabajará muchas horas al día, otro 30% trabajará a tiempo parcial y en trabajos precarios, mientras que otro 30% no trabajará prácticamente nunca». A tenor de lo conocido, estas estimaciones no carecen de realismo.

En las grandes ciudades, los niños no juegan con libertad en la calle; los padres, desconfiados, prefieren los pasatiempos caseros, aunque costosos (consolas). Ni siquiera en época estival cambia la situación. Los españoles hemos entregado libertades reales por derechos formales. Nadie se atreve a dejar abierta la puerta de su casa, sin desconfianza. El estado no protege la vida y las haciendas de los españoles. En 2010, el negocio de la seguridad privada facturó 4.250 millones de €. El estado y la sociedad crean las condiciones para un mercado y los agentes económicos hacen el resto, hasta que un producto ampliamente publicitado, como la alarma Verisure, se convierte en objeto de deseo.

Qué arreglaríamos con una división estricta de los poderes administrativos (ejecutivo-judicial-legislativo). Faltaría reinterpretar el papel de los partidos políticos, los actores principales de un régimen democrático. Es una premisa, ahora, irrealizable.

La propaganda del régimen, a través de los medios de comunicación, no deja lugar a dudas: la democracia es el único sistema posible. Incluso, la confianza en los cuerpos de seguridad del estado está muy comprometida. Lo propio de un estado que no discrimina entre las buenas influencias  foráneas y los sempiternos condicionantes patrios.

Por lo tanto, al ensayarse un régimen democrático moderno, con antecedentes autoritarios tan notorios, el resultado es un régimen fallido, falto de reales expectativas. Que las clases dominantes contribuyan, sin rasgarse las vestiduras, no es sorprendente. Las grandes empresas constructoras españolas (6) tienen su negocio en el exterior (80%), por lo que el estado ya tiene el baremo preciso para entender y apoyar la globalización para la sociedad española. Hemos comenzado por la reforma laboral del 2012. ¿Desde cuándo estaría en el cajón ministerial?

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